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Jorge Valverde León |
Una
pareja de jóvenes paseaba por la playa después de varios días de
impresionantes tormentas. El mar se había agitado demasiado; la olas y
la subida de la marea habían llenado la orilla de desafortunadas
criaturas marinas. Los desechos de vida eran tan abundantes que la
pareja apenas tenía sitio para pasear: medusas, caracolas, estrellas de
mar y otros animales cubrían la playa.
Al
avanzar en su paseo vieron en la costa a un anciano hombre de mar
entrando y saliendo del agua. Se detuvieron a observar su curioso
comportamiento. El hombre se agachó y cogió uno de esos animales
marinos. Lo sostuvo suavemente entre sus manos, lo depositó en el agua y
lo devolvió al mar.
La
pareja empezó a reír. Cuando se acercaron al anciano le preguntaron:
"qué está usted haciendo anciano? ¿No ve lo inútiles que resultan sus
esfuerzos? La orilla está cubierta con miles de criaturas muertas o
agónicas. Sus esfuerzos no cambiarán nada".
Sin
decir nada, el hombre recogió un pequeño pulpo que parecía estar
muerto. Lo sostuvo cuidadosamente en sus manos y se metió otra vez al
mar, como si ignorara a la pareja. Colocó el pulpo dentro del agua con
ternura, quitándole la arena y las algas que lo cubrían y que se
enredaban entre sus tentáculos. Lentamente bajó sus manos y dejó que la
pequeña criatura volviera a sentir la caricia del mar. El animalito
extendió sus tentáculos al percibir su entorno familiar. Suavemente, el
anciano sostuvo al pulpo hasta que éste tuvo fuerzas suficientes para
impulsarse por sí solo y marchar. El hombre de mar permaneció de pie
mirando; una leve sonrisa se esbozaba en su rostro ante el placer de ver
otra criatura a salvo.